Un corcubionés en el «Maine»

Francisco Recamán, práctico del puerto de La Habana, pilotó la entrada del acorazado el 25 de enero de 1898

LA VOZ DE GALICIA

 

«He aquí por qué prefería pasear con don Pancho: ir de su mano, por la carretera, contemplando la ría exhausta y fangosa en la bajamar, entre Corcubión y la villa frontera de Cee; pasar un buen rato en el muelle, sentado...». Alberto Insúa, escritor, Hijo Adoptivo de Corcubión desde 1950.

Alberto Insúa sabía que Corcubión, su pueblo adoptivo, era un viejo solar de pescadores y navegantes: un amigo de su padre, Francisco Recamán -don Pancho, como él le llamaba-, fue uno de esos lobos de mar que él tanto admiró en su niñez y en su adolescencia, y el mismo que le invitó en tres ocasiones a visitar estos confines del mundo.

Pancho era un corcubionés y avezado marino -capitán de la Marina Mercante- que ejerció de Práctico del puerto de la Habana en las últimas décadas del siglo XIX. Y, era, según los que le conocieron, un hombre no muy alto, pero vigoroso y de pocas palabras. «En su cara curtida, los ojos, de un gris azulenco, no podían ser sino los de un marino, los de un hombre que había navegado por todos los mares del orbe -recuerda en sus memorias Insúa-. Eran tan recias sus manos que partía una nuez con solo apretarla entre el índice y el pulgar. Al mismo tiempo, con aquellas manos de acero y un cortaplumas, una sierra y un martillo minúsculos, construía unos barquitos preciosos, de vela, en los que no faltaba ningún detalle: goletas, fragatas y bergantines en miniatura que enarbolaban siempre la bandera española», concluye el escritor cubano-español.

Desde su puesto de Práctico de la bahía de La Habana, a este singular corcubionés le tocó vivir un importante acontecimiento: la explosión que provocó la pérdida para España de la isla de Cuba, la del acorazado USS Maine enviado por EE.UU para proteger los intereses de sus ciudadanos durante la guerra de independencia cubana.

Y, precisamente, Pancho Recamán fue el práctico que, ejerciendo su profesión, y conociendo las tensiones políticas y diplomáticas surgidas en aquel entonces entre España y EE.UU, pilotó diestramente el 25 de enero de 1898 la entrada en la bahía de La Habana del famoso buque, mientras nadie en tierra se atrevía a aclamar -ni los partidarios de la independencia de Cuba- o a protestar -ni los españoles de la isla que no estaban de acuerdo con esa aspiración-, amordazando el recelo las bocas, escuchándose como máximo algunas exclamaciones en voz baja, murmullos y alguna risotada, pero nada más.

Como un trueno

El Maine fondeó en la bahía por la banda de babor de un crucero español, el Alfonso XII, que llevaba reparando sus calderas desde hacía un par de años, ni muy cerca ni muy lejos de él, en la ensenada llamada de Casablanca, divisándose desde el puerto el espectáculo de su tripulación en traje de gala y ocupando en solemne formación la cubierta, bajo la mirada seria y desconfiada de nuestro antiguo convecino Pancho Recamán desde el puente de mando del buque norteamericano.

Llegó el día 15 de febrero de 1898, y muy cerca de las diez de la noche, se escuchó en la bahía un gran ruido, como un trueno. El cielo se cubrió de una luz rojiza que resplandeció en las fachadas de los edificios y en las losas de las aceras, corriendo alarmada la gente por la calle hacia el puerto al tiempo que se escuchaban voces y pitidos: acababa de saltar por los aires el Maine, con llamas, chispas, humo y luces que nacían de las explosiones, hirviendo el mar como el aceite en una sartén, seguido de muchas más explosiones, más pequeñas, con figuras humanas saltando por los aires como marionetas. Acudían las gentes en toda clase de embarcaciones, entre ellos Pancho Recamán, para intentar socorrer a los náufragos.

Alrededor del buque, ya medio hundido, lograron salvar a algunos tripulantes antes de morir ahogados o destrozados o quemados «entre las llamas, prestando socorro, salvando gente, como era su deber» -según declaró posteriormente nuestro antiguo convecino-, quedándole como prueba durante unos días «una mano envuelta en una gasa por una mordida de uno de los pobres marineros. ¡Caramba, qué dientes! Pero lo salvé», confesó Pancho a Alberto Insúa.

Aún durante los días sucesivos Francisco Recamán siguió ocupado en el puerto con la dolorosa labor de recoger de las aguas cadáveres carbonizados, decapitados o mutilados, y no solo por la pólvora, sino también por los tiburones que se dieron durante aquellos días un verdadero festín: tres cuartas partes de la tripulación falleció, más de 260 individuos. Hubo 89 supervivientes.

Escenas terribles que Francisco Recamán soportó estoica y dolorosamente, cumpliendo con la obligación de socorrer al prójimo en la desgracia, viviendo de cerca, a partir de este acontecimiento, la guerra hispano estadounidense que se inició en abril de aquel año de 1898.

Regreso en «La Navarre»

Una vez que España perdió Cuba, Pancho Recamán regresó a Corcubión tomando «pasaje en el mismo barco que nosotros» dejó escrito A. Insúa, embarcando en La Habana rumbo a España el 31 de diciembre de aquel mismo año en el trasatlántico francés La Navarre para residir en su casa, un edificio de construcción moderno en la llamada Avenida de Ruíz, que «era entonces la mejor del pueblo, pero con su lar, con su cocina, según la tradición, sin otro combustible que la leña de pino y tojo que ardía crepitando...», dijo Alberto Insúa. 

Francisco Recamán, práctico del puerto de La Habana, falleció muy pocos años después, en 1905, en Corcubión.

-Sabrás que murió don Pancho, le dijo Alberto Insúa a su hermano Waldo tiempo después de conocer la noticia.

-¿Cuál don Pancho? ¿Aldao?

-No. Recamán.

-¡El pobre! ¡Qué bueno era! ¡Cuánto nos quería! Sobre todo a ti..., le respondió Waldo al conocer la noticia.

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